Estuve enferma y pasé mucho tiempo en el hospital. Desde mi cama podía ver una montaña frente a la ventana y solía imaginarme descalza en ella, allí, tocando la tierra con mis pies. Sabía que existía el Camino de Santiago porque en mi adolescencia había leído el libro de Paolo Coelho, al principio creía que era una historia literaria… Luego supe que no lo era y, cuando me curé, lo que sentí me llevó a pensar en hacerlo.
La motivación de mi primer Camino fue esa: al salir del hospital necesitaba tener relación con la naturaleza, sentía el deseo de una búsqueda de la naturaleza. Era un momento en el que yo no tenía fe, era una mujer joven que había sufrido una enfermedad dura y de algún modo estaba enfadada, sin embargo, apenas hube partido encontré todas las respuestas y la fe regresó.
Pero al principio lo que me llevó al Camino fue un deseo de retomar la vida, algo físico, un deseo de demostrarme que el cuerpo podía, que mi cuerpo, aunque enfermo, podría caminar, llegar. Recuerdo que cuando terminaba una etapa sentía orgullo, me decía: lo he conseguido.
Hace seis años que aquello ocurrió y todavía no me resulta fácil decir lo que encontré en el Camino. Sí puedo decir que aprendí a ser pequeña, me reduje un poco. Antes de enfermarme me sentía potente, joven, con estudios, con trabajo… pero en el Camino ves que eres pequeña, que eres una pequeña parte del mundo inmenso que está en el Camino.
En el Camino comprendes que tu fuerza es sólo una pequeña parte de la fuerza que puedes encontrar en los otros. Te vas comparando, pero no en el sentido de competir sino de aprender, aprendes de los otros, aprendes lo que ellos te pueden enseñar.
También aprendes a no tener prisa por alcanzar la meta, a redimensionar, a ver la vida como el Camino. Por ejemplo, después del Camino puedes hacer algo nuevo con los problemas: tienes un problema y lo divides en etapas, porque sabes que si miras el Camino completo, los 800 kilómetros, parece enorme, pero si tú lo divides en etapas, en pequeños fragmentos, ves que es posible y aceptas que puede haber días felices y otros más difíciles, etapas rápidas y otras lentas. El Camino te ayuda a relativizar.
Se puede hacer lo mismo con la crisis del Coronavirus, parece una etapa muy larga que no termina, como cuando caminas en la meseta, quieres que termine, que pare el sol, sentarte al final de la etapa con un amigo a tomar una cerveza, pero sabes que la etapa es larga que tienes que seguir…
Encontré a mi marido en el Camino, más que mi marido es el peregrino, el amigo que conocí. Hay algo que va más allá del matrimonio entre nosotros, por el hecho de que antes de ser mi marido fue mi compañero de viaje, mi compañero de viaje especial. Antes que marido y mujer, nosotros hemos sido peregrinos.
Ocurrió en Astorga, lo conocí en una capilla, tuvimos que dormir en la capilla de un albergue porque no quedaba más sitio. Yo me había lesionado y llegué tarde, él todavía más, era el 27 de julio, un día de fiesta local. Yo no estaba contenta por dormir así, pero me dijeron que la ciudad estaba completa y lo acepté. Al principio no me gustaba la idea de estar con él, no me fiaba… Lo invité a comer conmigo y con mis amigos italianos porque quería conocerlo. Él había caminado 50 kilómetros, por lo que roncó toda la noche y yo no podía dormir. Recuerdo que al día siguiente la etapa no acababa nunca, porque yo no había dormido nada… Después él y yo nos separamos, pero más tarde nos fuimos reencontrando.
Reencontrándonos a lo largo del Camino, al final decidimos terminarlo juntos, porque pensamos que había algo que nos había hecho encontrar. Aquel mismo año, conocí en Santiago a Fray Paco, en el convento de san Francisco, también aquel encuentro fue determinante. Recuerdo que él me dio la piedra que entrega siempre a los peregrinos, yo tenía mucho miedo de regresar a mi rutina y su oración fue muy importante para mí porque terminaba diciendo: ahora comienza el camino de la vida, hacer de esta experiencia un tesoro y portarlo con vosotros. Luego perdí el contacto con él, pero hace dos años decidí hacer una peregrinación a Tierra Santa… ¡y me encontré con que él era nuestro guía!
En casa continué trabajando, con miedo de la enfermedad, de la que no había salido completamente, pero después de un año decidí venir a España a visitar a aquel amigo del Camino. Finalmente decidimos casarnos, dos años después de nuestro encuentro, el día 25 de julio de 2016. Como luna de miel, decidimos hacer el Camino desde Saint-Jean-Pie-de-Port, yo quería vivir esa experiencia, pues a causa de mi enfermedad en mi primer Camino había decidido comenzar en León y quería hacerlo desde los Pirineos.
El Camino tras nuestro matrimonio fue también especial. Nos hicimos amigos de mucha gente, de personas extraordinarias, como una amiga coreana con la que todavía mantenemos contacto. Después, en 2017 hicimos el Camino Portugués desde Porto, el de la Costa y la variante espiritual, fue un Camino diferente, tuvimos menos relación con otros peregrinos, fue diverso… Era un viaje más de contacto con la naturaleza que con otros peregrinos. Recuerdo una noche en la que dormimos en un albergue sobre un acantilado, recuerdo el sonido de las olas contra las rocas, amo el mar, pero el océano da miedo, te enfrentas a tu pequeñez con esa furia de las olas. Y este año hemos hecho el Camino Primitivo, también queríamos ir a O Cebreiro con el padre Paco, pero no sabemos cuándo será posible.
Lo que creo es que la esencia del Camino no se perderá nunca, aunque aumente el turismo, habrá siempre peregrinos. Y sobre mi relación con mi marido, nos unió el Camino y el “santiagués”, porque él no hablaba italiano y yo no hablaba español, aunque también la música, el silencio compartido caminando… compartimos muchos silencios.